Capítulo 1:
"La Semilla del Titanio"
Berlín Occidental, 1963
El aire en el laboratorio de la Universidad Técnica de Berlín olía a ozono y a la promesa de un futuro forjado en metal. Erik Slebos, con apenas veintidós años y una melena rubia que desafiaba la gravedad tanto como su ambición, inclinó la cabeza sobre el microscopio. Sus ojos, del color del acero pulido, escrutaban la microestructura de una aleación de titanio, buscando la perfección que el profesor había prometido que era inalcanzable.
—¿Lo ves, Slebos? —La voz grave del profesor Schmidt resonó a sus espaldas—. La imperfección es inherente a la materia. Solo el hombre puede aspirar a la pureza.
Erik sonrió sin apartar la vista. —Con el debido respeto, profesor, el hombre también es materia. Y creo que podemos acercarnos mucho más a esa pureza de lo que usted cree.
Schmidt soltó una risa gutural. —Optimista, como siempre. Por eso te aprecio. Y por eso la Marina holandesa te ha echado el ojo. Quieren que les compres tubos de titanio. Para submarinos, nada menos.
Erik se irguió, el corazón latiéndole con la fuerza de un martillo de forja. —Submarinos… ¿Para los sistemas de escape de gases?
—Exacto. Un desafío técnico considerable. Necesitan resistencia a la corrosión, ligereza y una durabilidad que pocos materiales pueden ofrecer. Y tú, mi joven idealista, eres el único que conozco con la tenacidad para encontrar al proveedor adecuado.
La noticia era un torbellino de emoción. De los polvorientos laboratorios a las profundidades del mar, su trabajo tendría un impacto real. Era el tipo de ingeniería que le apasionaba, la que movía el mundo.
Esa misma tarde, mientras celebraba con una cerveza barata en un pub estudiantil, se encontró con un rostro familiar. Abdul Qadeer Khan, su antiguo compañero de estudios, un paquistaní de mirada intensa y una sonrisa que podía ser tan cálida como el sol del desierto o tan fría como el acero recién templado.
—¡Slebos! ¡Mi viejo amigo! —Khan se levantó de su mesa y le dio una palmada en la espalda. Su acento, aunque pulido por años en Europa, aún conservaba una musicalidad exótica.
—Khan, ¿qué haces por aquí? Creía que te habías esfumado.
—Los estudios me absorbieron. Y ahora, un nuevo proyecto. Estoy en Ámsterdam, en los laboratorios FDO. Enriqueciendo uranio, ¿te lo puedes creer?
Erik levantó una ceja. —Uranio. Eso suena… serio.
—Lo es. La energía del futuro, Erik. O la destrucción del presente, según cómo se mire. Pero es ciencia, amigo mío. Pura ciencia. ¿Y tú? ¿Sigues buscando la perfección en el titanio?
Erik le contó sobre su nuevo trabajo con la Marina holandesa. Khan escuchó con atención, sus ojos oscuros brillando con una curiosidad que iba más allá de la mera cortesía.
—Así que, el titanio para el mar. Y yo, el uranio para… el poder. Parece que nuestros caminos, aunque divergentes, se mueven en la misma dirección, ¿no crees? Hacia la vanguardia de la tecnología.
Erik asintió, sintiendo una extraña conexión con Khan, a pesar de sus personalidades tan dispares. Khan era el fuego, la ambición desmedida; Erik, el agua, la meticulosidad y la búsqueda de la excelencia. Juntos, en ese momento, parecían dos fuerzas complementarias, destinadas a cruzarse de nuevo.
Basilea, Suiza, 1975
La Feria Nuclear de Basilea era un hervidero de mentes brillantes, de trajes caros y de susurros sobre el futuro energético del planeta. Erik Slebos, ahora un hombre de treinta y cuatro años, con algunas canas incipientes en sus sienes y una reputación impecable en el mundo de la tecnología nuclear, se movía entre los stands con la familiaridad de un veterano. Su trabajo con la Marina holandesa le había abierto las puertas a proyectos aún más complejos, siempre relacionados con el manejo de materiales sensibles y la optimización de procesos.
De repente, una voz lo sacó de sus pensamientos. —¡Erik! ¡No puedo creerlo!
Se giró. Era Khan, con la misma sonrisa magnética, aunque ahora con una pátina de autoridad y una mirada más calculadora.
—Abdul. ¡Qué sorpresa! No te veía desde… ¿Berlín?
—Desde entonces. El tiempo vuela cuando uno está ocupado cambiando el mundo. O al menos, intentándolo.
Se sentaron en una cafetería, el murmullo de la feria como telón de fondo. Khan le habló de su trabajo en FDO, de los avances en el enriquecimiento de uranio, de las centrifugadoras que giraban a velocidades vertiginosas, separando isótopos con una precisión casi milagrosa. Erik, a su vez, compartió sus experiencias, sus éxitos en la cadena de suministro de materiales críticos.
—Sabes, Erik —dijo Khan, bajando la voz, aunque no había nadie cerca que pudiera escuchar—. Pakistán me necesita. Mi país. No podemos depender de otros para nuestra seguridad.
Erik frunció el ceño. —Abdul, ¿a qué te refieres?
—A la capacidad de defendernos. A la independencia. He estado pensando mucho en esto. Y he tomado una decisión. Voy a volver a Pakistán.
La noticia golpeó a Erik con la fuerza de un puñetazo. Khan, el brillante científico que había estado a la vanguardia de la tecnología nuclear en Europa, ¿se marcharía a Pakistán sin más explicación?
—¿Pero… por qué? ¿Los laboratorios FDO? ¿Tu trabajo aquí?
Khan sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos. —Hay cosas más importantes que un laboratorio en Ámsterdam, Erik. Mucho más importantes. Me han ofrecido dirigir un proyecto. Un proyecto… ambicioso. En los laboratorios ERL, en Kahuta.
Erik sintió un escalofrío. Kahuta. El nombre le sonaba a desierto, a secreto.
—¿Y qué harás allí?
—Crear una planta industrial de enriquecimiento de uranio. Desde cero, Erik. Un desafío monumental. Y necesito a los mejores a mi lado.
La mirada de Khan se fijó en la suya, intensa, casi hipnótica. Erik sintió una punzada de inquietud. La ambición de Khan siempre había sido palpable, pero ahora parecía teñida de algo más oscuro, algo que iba más allá de la mera búsqueda del conocimiento.
—Es una oportunidad única, Erik. Para hacer historia. Para cambiar el destino de una nación.
Erik dudó. La oferta era tentadora, la promesa de un proyecto de tal magnitud era irresistible para cualquier ingeniero. Pero había algo en la urgencia de Khan, en la forma en que sus ojos brillaban con una determinación casi febril, que lo hacía dudar.
—No lo sé, Abdul. Mi vida está aquí. Mi trabajo…
—Tu trabajo es la ingeniería, Erik. Y la ingeniería no tiene fronteras. Piensa en ello. Cuando esté todo listo, te llamaré. Necesitaré tu experiencia. Tu… discreción.
Khan se levantó, su figura alta proyectando una sombra sobre la mesa. Extendió la mano.
—Ha sido un placer verte, Erik. El destino nos unirá de nuevo, estoy seguro.
Erik estrechó la mano de Khan, sintiendo el apretón firme y la promesa implícita en esas palabras. Mientras Khan se alejaba entre la multitud, Erik se quedó allí, con un extraño presentimiento. La semilla del titanio, que había plantado en Berlín, parecía estar a punto de germinar en un terreno mucho más peligroso de lo que jamás hubiera imaginado. Y el juego, un juego con reglas que aún no comprendía, estaba a punto de comenzar.