Capítulo 2:
"La llamada del desierto"
Basilea, Suiza, 1975
El aroma a café y a papel impreso de la Feria Nuclear de Basilea se había disipado, pero el eco de las palabras de Abdul Q. Khan resonaba en la mente de Erik Slebos con la persistencia de una melodía inquietante. "Necesito tu experiencia. Tu… discreción." La oferta de Khan era una tentación para cualquier ingeniero de su calibre: construir una planta de enriquecimiento de uranio desde cero, un proyecto de una magnitud sin precedentes en un país en desarrollo.
Erik se encontraba en su apartamento de Ámsterdam, la ciudad que había adoptado como hogar. Observaba el reflejo de las luces de los canales en el agua, un lienzo de tranquilidad que contrastaba con la vorágine de pensamientos en su cabeza. Su vida aquí era cómoda, predecible. Su trabajo, aunque desafiante, se movía dentro de los límites de la legalidad y la ética que él valoraba. Pero la propuesta de Khan… era un salto al vacío, una oportunidad de dejar una huella imborrable en la historia de la ingeniería.
La ambición, esa misma fuerza que lo había impulsado desde los laboratorios de Berlín, tiraba de él con una fuerza magnética. Siempre había buscado la excelencia, la perfección en cada material, en cada proceso. Y ahora, Khan le ofrecía un lienzo en blanco, la posibilidad de diseñar algo monumental, de ser parte de algo que trascendería su propia existencia.
"¿Discreción?", se preguntó Erik en voz alta. La palabra le picaba. ¿Por qué tanta discreción para un proyecto de energía nuclear? Pakistán tenía derecho a desarrollar su programa energético, como cualquier otra nación. Pero la forma en que Khan lo había dicho, ese brillo en sus ojos, sugería algo más. Algo que Erik, en su idealismo ingenieril, prefería ignorar, o al menos, racionalizar. Era un desafío técnico, nada más. Una oportunidad de aplicar sus conocimientos a una escala que pocas veces se presentaba.
Pasaron semanas, y la imagen de Khan, imponente y enigmática, no abandonaba su mente. Erik se encontró revisando mapas de Pakistán, investigando sobre Kahuta, un lugar remoto, casi un punto en el desierto. La idea de construir algo tan complejo en un entorno tan desafiante era, en sí misma, una obra maestra de la ingeniería.
Una tarde, mientras revisaba unos planos de un nuevo prototipo de turbina, su teléfono sonó.
—¿Slebos? —La voz de Khan, clara y resonante, al otro lado de la línea.
—Abdul. Me alegra oírte.
—Y a mí, Erik. ¿Has pensado en mi propuesta?
Erik se recostó en su silla, el corazón latiéndole con fuerza. —He pensado en ella, sí. Es… una oportunidad fascinante.
—Lo es. Y es más que eso, Erik. Es una necesidad. Pakistán está en una encrucijada. Necesitamos esta capacidad. Para nuestro futuro, para nuestra independencia. No podemos permitirnos ser vulnerables. Y tú, Erik, eres la pieza clave que nos falta. Tu conocimiento de los materiales, tu red de contactos, tu meticulosidad… eres el hombre que puede hacer que esto suceda.
Khan no hablaba de energía, sino de "capacidad", de "independencia", de "vulnerabilidad". Las palabras eran sutiles, pero el subtexto era inconfundible. Sin embargo, Erik se aferró a la parte técnica, a la promesa del desafío.
—Es un proyecto enorme, Abdul. ¿Estás seguro de que tienes los recursos?
—Los tendremos. El presidente de Pakistán ha puesto todo su peso detrás de esto. Es una prioridad nacional. Te aseguro que no te faltará nada. Tendrás libertad para actuar, para construir. Para crear algo que el mundo recordará.
La palabra "libertad" fue el anzuelo. Erik, un hombre que valoraba la autonomía en su trabajo, se sintió atraído por la idea de tener las riendas de un proyecto tan ambicioso. La oportunidad de trabajar sin las restricciones burocráticas europeas, de construir desde cero, era irresistible.
—¿Cuándo necesitarías que estuviera allí?
Hubo una pausa al otro lado, y Erik casi pudo sentir la sonrisa de Khan. —Lo antes posible, Erik. Cuanto antes, mejor. Te enviaré los detalles de viaje. Prepárate para una nueva aventura. Una que te cambiará para siempre.
Erik colgó el teléfono, con una mezcla de euforia y una leve punzada de aprehensión. Había tomado la decisión. Iba a Pakistán. Iba a construir la planta de enriquecimiento de uranio. Un nuevo capítulo en su vida se abría, y el desierto lo llamaba con promesas de grandeza y secretos aún por desvelar.
Islamabad, Pakistán, semanas después
El calor de Islamabad golpeó a Erik como un muro de ladrillos al bajar del avión. El aire, denso y polvoriento, era un contraste brutal con la brisa fresca de Ámsterdam. Una camioneta con vidrios polarizados lo esperaba, y un hombre con un uniforme militar, de expresión seria, lo saludó con un asentimiento.
El viaje hacia Kahuta fue largo y silencioso. El paisaje cambiaba de la relativa urbanización de Islamabad a una extensión árida y desolada, salpicada de pequeñas aldeas y cabras pastando. La carretera, en algunos tramos, era poco más que un camino de tierra. Erik observaba el paisaje pasar, sintiendo cómo se adentraba en un mundo diferente, lejos de la familiaridad de Europa.
Finalmente, la camioneta se detuvo frente a una verja imponente, custodiada por soldados armados. Más allá, se vislumbraban una serie de edificios bajos y anodinos, rodeados por una valla perimetral y torres de vigilancia. No había carteles, ni indicaciones. Solo el silencio del desierto y la presencia imponente de la seguridad.
—Bienvenido a los Laboratorios ERL, señor Slebos —dijo el conductor, su voz monótona.
Erik asintió, una sensación de irrealidad apoderándose de él. Este era el lugar. El epicentro de su nuevo proyecto. Bajó de la camioneta, el polvo crujiendo bajo sus zapatos. El sol caía a plomo, proyectando sombras largas y distorsionadas.
Abdul Q. Khan lo esperaba en la entrada de uno de los edificios, con una sonrisa amplia y triunfal. Vestía un traje tradicional pakistaní, que le daba un aire de autoridad aún mayor.
—¡Erik! ¡Has llegado! —Khan lo abrazó con efusividad, una calidez que sorprendió a Erik.
—Abdul. Es… diferente a lo que esperaba.
—Lo sé. Pero aquí es donde haremos historia. Ven, te mostraré el corazón de nuestra ambición.
Khan lo guio por los pasillos, que parecían recién construidos, con el olor a cemento fresco aún en el aire. Las instalaciones eran básicas, pero funcionales. Erik notó la ausencia de cualquier signo de vida más allá del personal militar y algunos técnicos que se movían con prisa.
—Este es el inicio —explicó Khan, señalando un vasto espacio diáfano—. Aquí es donde instalaremos las centrifugadoras. Miles de ellas. Girando a velocidades increíbles, separando el uranio.
Erik miró el espacio vacío, tratando de visualizar la complejidad del proyecto. Miles de centrifugadoras. Eso requería una logística impecable, una cadena de suministro de materiales de la más alta calidad.
—Necesitaremos una cantidad ingente de materiales, Abdul. Y de la mejor calidad. Tubos de aleaciones especiales, rodamientos de precisión, componentes electrónicos…
—Lo sé, Erik. Por eso te he traído. Tú eres el maestro de la cadena de suministro. Tu red de contactos en Europa es invaluable. Necesitamos que consigas esos materiales. Rápidamente. Y sin hacer ruido.
La última frase de Khan resonó en la mente de Erik. "¿Sin hacer ruido?" ¿Por qué tanto secretismo? La energía nuclear, aunque sensible, solía ser un asunto de transparencia internacional. Pero aquí, en Kahuta, todo era opacidad.
—¿A qué te refieres con "sin hacer ruido", Abdul? —preguntó Erik, la voz más tensa de lo que pretendía.
Khan le puso una mano en el hombro, su sonrisa inmutable. —A que algunos países no quieren que tengamos esta tecnología. Temen nuestra independencia. Así que debemos ser… discretos. Es por el bien de Pakistán, Erik. Por su futuro.
Erik asintió lentamente, una sensación de incomodidad creciendo en su estómago. La explicación de Khan sonaba plausible, pero algo en su tono, en la urgencia implícita, le decía que había más de lo que se veía a simple vista.
—Tu primera tarea será establecer los contactos para la adquisición de los tubos de titanio. Los mejores. Y luego, los rodamientos. Y los componentes electrónicos. Te daré una lista detallada. Pero recuerda, Erik. La velocidad es crucial. El tiempo es oro.
Mientras Khan lo guiaba por las instalaciones, Erik no pudo evitar sentir que, aunque había aceptado un proyecto de ingeniería, acababa de entrar en un juego mucho más grande de lo que había imaginado. Un juego donde las reglas no estaban claras, y donde la discreción, más que una virtud, parecía una necesidad imperiosa. Y la pregunta que flotaba en el aire, como el polvo del desierto, era: ¿cuál era el verdadero objetivo de Abdul Q. Khan, y qué papel jugaría él, Erik Slebos, en esa ambición velada?